Los pronósticos del tiempo habían sido más que todo una alerta sobre posibles peligrosos ventarrones, pero por la mañana, cuando salimos a visitar a Ursula, el corto vuelo de 130 millas fué sin novedades. Por la tarde cuando levantamos vuelo de regreso el viento había arreciado y cometí el error de partir sin haber llamado a chequear el tiempo.
El caso es que no aterricé en Joliet sino que decidí: “ya estamos cerca; sigamos”. Había que descender a menos de 1900 piés en preparación a evitar el espacio restringido del Aropuerto Internacional de O’hare.
Ahí sí se puso berraco el asunto. A poca altura se siente mucho más el efecto de los ventarrones que rebotan en el suelo y en los edificios y las ráfagas térmicas al sobrevolar los pequeños lagos tan abundantes en el área. En mis once años de piloto nunca había sentido así de amenazante el bamboleo del viento que me arrastraba hacia el espacio de prohibida penetración del aeropuerto O’hare. No era solo una fuerte corriente: eran burbujas: “esto es un puto ciclón” pensé y sentí que palidecía… que se me escapaba la sangre de la cara.
A gritos y sombrerazos llegamos al radio de las 5 millas del espacio de Palwaukee, pero el ventarrón no cedía y yo rebotando en el asiento, pues no me habia puesto el cinturón de seguridad, como tampoco acostumbro hacerlo en el carro, pues “yo soy muy macho” – marica que’s uno. Si me llego a golpear mal en la cabeza contra el techo de la avioneta… adiós vida ingrata.
Lo peor es la pobre de Roge conmigo, totalmente callada para no complicar las cosas. Le había advertido que iba a estar ventoso, que era mejor que se quedara, pero insistió en venir conmigo.
Pedi permiso para aterrizar y la torre me dió a escoger entre dos pistas: la larga y ancha 16-34 con el viento de ráfagas temporales de hasta 31 millas por hora casi perpendicular a la pista o el 6-24 mucho mejor de acuerdo a la dirección del viento pero con una pila de árboles al comienzo de una pista corta y angosta. Decidí no árboles: el viento nos traía para arriba y para abajo y que tal un bajón al pasar sobre los árboles. “Executive tower, I’ll take 34”. Y me decidí por la pista 34, esperando que las ráfagas no arreciaran en el preciso momento de aterrizaje.
Vivimos momentos de horror: me aproximaba torcido, no había modo de alinear con la pista, ni rebajar suficiente velocidad para poner los “flaps” y bailando en el viento como cola de cometas en el verano. No joda… y a menos de 400 piés de altura.
Cuando vi que no había manera de aterrizar levanté larvalmente el vuelo de nuevo y contacté la torre: “218Tango Bravo going around” – ¡que subida tan lenta! Atención a todos los detalles especialmente a no acercarme a velocidad mínima que puede sostener el avión en vuelo. Fue eterno el ganar control del vuelo. A los pocos minutos me aclara la torre que puedo intentar aterrizar de nuevo en la pista 34. Pues no, “I am going to fly away for a while” me voy a volar lejos del aeropuerto por un rato.
Tenía suficiente gasolina para mantenerme en vuelo por otras tres horas. El plan era elevarme, escapar el efecto de la cercanía al suelo y volar hasta que se calmara el viento y atentar aterrizar más tarde cuando el temporal aminorara.
A todas estas, me moría de pesar por Roge. Me provocaba abrazarla, pero necesitaba las dos manos para mantener firme el rebelde timón.
Para la sobrevivencia en este momento era crítico mantener mi calma. Todo dependía de mí. No había a quien pedirle ayuda: “está sólo hermano. De usted depende el desenlace”.
La única complicación al genial plan mío, era que el cielo se oscurecía y los rayos eran ahora de verdad, aunque aún lejanos, serios y amenazantes. Pero por lo menos por el momento ya no tenía que lidiar con la lluvia. Acá hay que tomar una decisión. Que tal que “panda el cúnico”. Volamos por otros 30 o 40 minutos ya lejos de Palwaukee, nuestro supuesto destino final.
De re-ojo buscaba yo al aeropuerto de Campbell que recordaba tenía una pista 27, en contra de la presente dirección del viento. Un pequeño aeropuerto, sin torre de control, de luces muy tenuas y de pista larga pero muy angosta. Se está oscureciendo y si voy a aterrizar aquí tiene que ser ya. Más tarde no voy a ver ni madre.
Tomó un buen rato alinearme con la pista, el ventarrón arreciaba, pero afortunadamente en la misma dirección de la pista. Comencé a descender en mi aero potro salvaje, a aterrizar sin “flaps” y decidido a tocar el suelo, nada de “going around”. No hay edificios, no hay árboles… y una buena porción de pasto después de la pista. Así me toque usar el pasto, aquí hay que aterrizar. Sentí que venía muy bajito y que apenas sí haría la pista: apliqué un poco de poder al motor para un empujón final, pero ya ví que sí la iba a hacer.
Después de dos o tres violentos rebotes detuve el avión en medio de la pista. “We are on the ground!”. ¡Estamos en tierra!, le digo a Roge. En un aeropuerto en pleno campo, solo, oscuro. Nadie en ninguna parte. Pero me volvió el alma al cuerpo. Carreteé hasta donde estaban otras avionetas parqueadas. Posiblemente nos tocará pasar la noche en la avioneta, pensé.
¡Qué hijueputa susto!
Roge aún no pronunciaba palabra. Abrió la puerta y se bajó.
Muy calmada y muy en serio, dando una palmada a la avioneta, me dice: Guillermo, le voy a dar un consejo: ¡venda esta güevonada!
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Julio 2008 Han pasado meses: ¡Roge ya nunca volvió a volar!
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