Tocino en el inodoro.

Desde mi casa en el Barrio Sucre en Medellín, se divisaba la construcción del Colegio San José de La Salle de los Hermanos Cristianos. Y allí precisamente me entraron a estudiar unos años después de terminado el edificio. Había estudiado yo kínder con la Señorita Marta en La Normal Antioqueña, un colegio femenino en Buenos Aires y ahora me encontraba en el muy mentado y fastuoso San José. Primero elemental, 1956. El profesor era un señor ya de edad, ¡bravoooo!... muy templado el viejito. Don José María. Vivía el hombre grandes momentos de inspiración cuando nos relataba pasajes de la "Historia Sagrada".

Allí estudiaba yo semi-interno. Así les decían a los que no iban a almorzar a la casa, sino que lo hacían en los comedores del colegio. – Una comida muy buena por cierto. Se acostumbraba en ese entonces que los buses nos repartieran a todos a la hora de almuerzo y nos volvieran a recoger como a las 2 de la tarde, para la segunda jornada del día.

Estaba yo ya en segundo año cuando terminaron de construir una enorme capilla, orgullo de todos los Hermanos Cristianos, pero con la añadida complicación de que de allí en adelante habría que ir a misa todos los berracos días. ¡Del bus, a la capilla! Misa, Letanías y un montón de Padrenuestros. Allí hice la Primera Comunión que entre otras cosas me pareció muy ridículo tanta fanfarria pa'hostia tan chiquita. En fín, transcurrían los meses, todo normal, aunque ya daba yo muestras de ser niño problema (niño problema es lo que hoy llaman un hijueputica) y empecé a oir el mismo sonsonete que oiría por los siguientes 10 ó 12 años. Mire señor, le decían a mi papá, cada que lo llamaban allí a ponerle quejas. Su hijo es muy inteligente, podría ser el mejor de la clase si fuera más aplicado, pero no podemos con su mala conducta. Esta era la historia del final de mes, cuando nos repartían las calificaciones.

Un día, rutinario como cualquier otro, me recogió el bus en la casa por la mañana y me encuentro que en el puesto que me habían asignado a mi, no podía sentarme porque allí se había sentado el gordito Tocino. Ya estaba entonces lleno el cupo de tres en la banca donde usualmente me sentaba yo. Después de un alegato infantil – quitáte de ahí hom'e que ese es mi puesto, no seas barro.. la cosa se complicó un poco. Nadie se quería mover, y yo allí parado como un bobo. Decidí abrirme campo sentándome al borde de la silla y con la espalda y las nalgas y apoyándome en la silla del lado, los empujé a los tres hacia la ventana y así se quedaron hasta que llegamos al colegio.

Ya estabamos en el recreo cuando veo que Tocino, Hoyos y Rengifo me siguen hasta el cuarto donde estaban como unos diez inodoros que se llenaban de gente después de clase. Hoyos me agarró por la nuca y Tocino amenazaba pegarme. Más que de susto que por valentía, no sé cómo empuje a Hoyos contra la puerta del baño con tan mala suerte que se pegó en el codo y lanzándo un berrido, me soltó, en el preciso instante que le mandaba yo un puñetazo a ciegas a Tocino. Le pegué en la boca del estómago y se fué desvaneciendo lentamente y cayó pálido y desmayado al suelo. ¡Qué escándalo! Rengifo gritando que se había quebrado el codo, y Tocino... en el inodoro. Ahí... tirado en el piso. Inerme.

Corrieron a llamar al Hermano Apolinar, el Prefecto, que precisamente andaba por esos lados. Levantaron a Tocino que aún no volvía en sí, y alzaron con él para la enfermería que estaba en el segundo piso. A todas estas, mientras Rengifo seguía gimiendo como una maricona, todos me miraban como si yo fuera un sicario que acababa de ametrallar a una monja en una silla de ruedas.

Angustiosos momentos viví yo, castigado al frente de los lavamanos, de donde no podría moverme hasta que el Prefecto no diera permiso. Dos veces pasó corriendo por el frente mío, rumbo al segundo piso, apuntándome ambas veces muy amenazadoramente con el dedo que me lo arrimaba hasta las narices.

Esa tarde, antes de irme para la casa, me dijo que volviera al otro día con mi papá, y que no hiciera tareas ni que trajera los libros. Crónica entonces, de una muerte anunciada. Me expulsaron del Colegio Cristiano. Otra historia que se repetiría 3 veces más antes de terminar yo secundaria. Me expulsaron del San José, del Calasanz en Bogotá, del Colegio de Nuestra Señora del Rosario en Manizales, y del Instituto Colombiano de Educación de Medellín. Del Instituto Colombiano, sí. De allí, donde caía todo el ripio de los muchachos con problemas en los colegios de Medellín. Había que hacer méritos pa'que lo hecharan a uno del gallinero de Don Nicolás Gaviria. (Yo por ejemplo, tumbé una pared, comunicándo así dos salones.) ¿Por qué lo hice? No sabría explicarlo.

Cuando por fín terminé bachillerato en el Calasanz, El Padre Montouto me dijo al oído al entregarme el diploma: Orozco, terminas bachillerato aquí en el Colegio por pura cortesía.

Evidentemente mis casi perfectas calificaciones en todo, nada tenía que ver en el asunto. Siempre la misma pinche mancha: mala disciplina, mala conducta.

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