Eso fué en 1964, antes de las vacaciones de mitad de año. A la hora de almuerzo, nos sirvieron, como últimamente venía sucediendo, una comida muy inferior que consistía principalmente de arrroz y más arroz acompañados de pan viejo, duro de partir. Allí, delante de todos (pero a escondidas del Padre Carlos), procedí a deformar y torcer en una bola metálica mi tenedor, protestando ante todos en la mesa, “pa’esta comida miserable no hacen falta los cubiertos.” Hasta el momento no pasaba nada: todo era risas. “las cosas del loco Orozco”. Terminado el almuerzo me metí el tenedor al bolsillo para no dejar provocaciones en la mesa. Al poco rato estaba yo en el segundo piso, en los dormitorios. Decidí deshacerme del tenedor tirándolo al charco ese donde hacían los ladrillos al lado del edificio. Desde la ventana de los baños traté de lanzarlo cualquier 10 ó 12 metros hasta el charco, pero le pegué a la esquina de la ventana abierta y el tenedor siguió en trayectoria perpendicular al suelo y allí se quedo. Me dije “ahorita que baje, lo recojo y le doy cristiana sepultura en el barrisal del charco” – al fín no hice nada y allí se quedó en el suelo.
Por esa época había llegado al seminario un novicio charlador y parlanchino proveniente de Nicaragüa. Así, alhacaroso al estilo centroamericano. Pues ese piadoso seminarista de los ojos negros encontró el tenedor en una de sus acostumbradas caminatas que hacía leyendo muy a la vista de todos un libro gordotote negro – ya ni me acuerdo como se llamaban (¿breviarios?) con el que hacía meritos ante los observadores ojos de la alcofradía de curas.
Decidió armar un sainete con su encuentro. Escribió una hoja llena de conjeturas, preguntas y reproches, y la pegó, junto con el tenedor, en esa cartelera pública que había en el primer piso al lado del dormitorio del Padre Felipe. Dicha cartelera, entre otras cosas, había sido iniciada por mí con el permiso del Padre Salvador (que a todo me decía que sí) pero ahora se encontraba con su puerta de vidrio bajo llave y la manejaban los chinos de sotana, de grado “novicio pa’rriba”.
Esa tarde me fuí en busca del Nica y le dije que pa’qué hacía esas preguntas tan pendejas en la cartelera cuando el sabía que el del tenedor había sido yo. (La primera pregunta que hizo el hermano lelo era de que si “el tenedor provenía del barrio o de que si más bien pertenecia al paraíso”) Que dejara de ser payaso y que más bien fuera y le pusiera la queja a los curas. Se puso cristiánamente lívido y lleno de ira santa, me dió la espalda y algo susurró acerca de mi “agresividad”.
Pa’decirte la verdad, ya andaba yo “puto, liberal y estrecho” con el asunto del tenedor. Fuí, abrí a fuerza la cartelera, cogí la carta del Nica, escribí con lápiz la respuesta a todas sus hipócritas preguntas y la volví a colgar, no sin antes añadirle en letras grandes y gordas las letras S y M (Sordos y Mudos) al final de las preguntas (ya acompañadas de mis respuestas). Lo de sordos y mudos, hacía referencia a una película que acababamos de ver, allá en el salón de estudio, donde las presentaba a veces el Padre Felipe que tapaba muy discretamente el proyector con la mano para evitar exponernos a excenas (¿ecsenas?) – vos entendés – donde se le vieran las piernas a las muchachas. Esa película de los S y M había sido fuerte y hasta me sorprendió que el puritano de Felipe no la hubiera interrumpido. Se trataba de la gente en un presidio donde el que delataba a otro aparecia asesinado y con una S y una M en la barriga como advertencia a los demás. (Todos estabamos allí. Vos tuviste que haber visto también esa película)
Sobra decirte que mi “S y M” no tenía sentido tan radical: las añadí más a modo de chiste que otra cosa.
Ya podrás imaginarte en qué terminó el sainete del Nica: yo, al frente del diminuto rector del seminario, el Padre Leopoldo Barrioblanco (al que precisamente debía yo mi sobrenombre de “el loco Orozco”- otro capítulo de la novela). Me acusó de rebelde, agresivo y peligroso. Y aprovechando la ausencia del Padre Salvador que andaba en la Argentina, decretó mi expulsión del seminario. No sólo por lo del tenedor sino por lo de S y M, por pelearme con el Nica, por haber perseguido amenazadoramente a Guerra con un bate en la mano y por haberme referido al Padre Basilio como “una Divina Güeva”.
No hermano... ¡me las tenía todas apuntadas! Esa noche la pasé –en cuarentena y aislado- en un catre en uno de esos pequeños cuartos del edificio nuevo, donde los curas llevaban a los que encontraban “mariquiando” y en esos calabozos esperaban su sentencia.
Noche perra pasé allí. Recuerdo la soledad y el aislamiento. ¿qué estarán pensando los compañeros? ¿que me encontraron mariquiando a mi también? – esa noche, ya muy tarde algunos se atrevieron a visitarme, obviamente en secreto y arriesgando meterse en un lío. Preguntaban qué había ocurrido que me tenían allí en el calabozo. Uno de los visitantes de esa noche fué precisamente Holger y otro, Mejía, el Pereirano.
A la mañana siguiente, mientras todos estaban en clase, salí “por la puerta de atrás” Recuerdo un hermoso día claro y soleado... solo lo opacaban mis silenciosas lágrimas. Tenía 16 años y se me había venido el mundo encima. Y muy a la costumbre cristiana del dios de certeras venganzas concluía yo el capítulo con la plena seguridad que todo esto era un castigo divino por haberme pasado 4 años pensando en no ponerme sotana – había encojonado a Dios y El, furioso, se me había adelantado y había hecho que me expulsaran unos meses antes de la fecha en que yo iba a claudicar de todas maneras. Bajaba yo la carretera rumbo a Bogotá pensando: “¡Dios contra un niño de 16 años! ¿Por qué no se mete con uno de su tamaño?”
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